Mujer con vestido histórico entre burbujas con escenas arquitectónicas en tonos grises y azules.

- MIRADAS AL FUTURO -
"Microrrelatos del Renacimiento: episodio VIII"

EL RETRATO DE MARGARITA DE SABOYA

Pocos saben que Margarita de Saboya, nieta de Felipe II, duquesa de Mantua y de Montferrat, y virreina de Portugal, murió en Miranda de Ebro, en el palacio de los Urbina. Y menos aún que los niños de Miranda de Ebro fueron los primeros en toda España en jugar con pompas de jabón. Yo mismo desconocía ambas circunstancias hasta hace bien poco. Hasta que me llamaron de Sotheby’s comunicándome que preparaban una subasta en Londres, y me pidieron que me hiciera cargo de la restauración de una de las obras. Iban a sacar a la venta un importante lote de pinturas, esculturas, muebles y otros objetos relacionados con la casa Saboya, y en seis meses necesitaban tener listo el catálogo. Así que el trabajo tenía que estar terminado para entonces, y figuraría en el inventario como Retrato de Margarita de Saboya.

El cuadro estaba en las dependencias del Palacio de los Urbina, frente al ayuntamiento. Pared con pared con la Casa de las cadenas, en donde por lo visto alguna vez se alojaron Napoleón Bonaparte y Fernando VII. Estaba almacenado en un altillo, en un lugar oscuro que, por supuesto, no era la ubicación idónea para trabajar, de modo que pedí permiso para llevarlo a la planta baja, antiguamente destinada a las caballerizas. Me instalé en una de las salas, junto al despacho parroquial, y pedí que me dieran unas llaves para poder entrar y salir cuando quisiera. Lo primero que hice, cuando habilité el lugar, fue colocar el retrato en un caballete y hacer una inspección general de su estado. Estar guardado durante siglos en un espacio lóbrego, saturado de la humedad por la proximidad del río Ebro, indudablemente no le había hecho bien. Luego, me dediqué a planificar mi trabajo. Pasé mucho tiempo analizando a Margarita de Saboya, examinando con lupa cada poro de su piel. Poniéndome delante de ella y haciéndome con la técnica que la había creado. Metiéndome en el trazo mismo del pincel. Deduje que el retrato había sido hecho por alguien perteneciente a la escuela de Jordaens, porque las manchas de color no tenían la marca curva de Rubens, y de aquellos que trabajaban en su taller. Me pasé tanto tiempo mirando el fondo de sus pupilas, que llegué a imaginar lo que había más allá del personaje de la casa de Saboya. Cuáles eran las ilusiones y los miedos de la mujer llamada Margarita. Además de mirarla cara a cara, indagué en su biografía. En el papel que jugó, siendo utilizada como peón en interés de una dinastía, para asumir el cargo de virreina. Durante seis años ella, y solo ella, fue el vínculo que unió toda la península. La persona que defendió los intereses políticos de los Austria en Portugal.

La figura de la señora duquesa sobre la que tenía que trabajar era un retrato de medio busto que, a pesar de las condiciones en las que había estado guardado, no tenía demasiado deterioro. Había, eso sí, unas manchas diminutas que hacían parecer como si a Margarita de Saboya le hubiese caído encima una lluvia de confeti amarillento. El pelo era el lugar en el que eran más evidentes. A pesar de los defectos, la zona del rostro aparecía inesperadamente intacta. El autor había retratado a la duquesa de Mantua cuando esta tenía alrededor de veinte años, y daba la sensación de que aún se mantuviese viva la lozanía de su piel. Cuando llegó a Miranda de Ebro había cumplido ya los cincuenta y uno. Supuse que ese retrato viajó con ella toda la vida. De una corte europea a otra. Para que no olvidase nunca la hermosura de su juventud. En todo caso había sido una mujer muy guapa. Y tenía una sonrisa dulce, liviana.

Mi trabajo arrancó la segunda semana. Antes de empezar, como si fuese un cirujano que va a operar a la paciente y sonríe con amabilidad para tranquilizarla, le saludé:

    —Hola —dije.

Me pareció que ella, me respondió con una leve reverencia, y una sonrisa. Luego, me puse a limpiar la obra. Era una tarea que obligaba a mucha proximidad. Incluso, al acercarme, me parecía que el lienzo, en lugar de a pintura o a disolventes, olía a ella, a la señora duquesa.

Al terminar la limpieza, los colores revivieron. Y prácticamente todas las manchas amarillentas de su pelo, habían desaparecido. Me acerqué a su rostro, y miré con orgullo el resultado de mi esfuerzo. Su sonrisa dulce rescatada del fondo de los tiempos. Y, como quien saluda a una vieja amiga a la que no has visto en cuatrocientos años, dije:

    —Hola.

    —Hola —me respondió, con una dicción perfecta en castellano.

Había estado durante tantas horas tan cerca de ella, casi piel con piel, que no sé por qué, no me sorprendió que me hablara. Ni porque fuera un objeto inanimado que representaba a una persona que había muerto en el siglo XVII, ni porque una dama de la nobleza respondiese al saludo de un plebeyo. Tampoco que lo hiciera en mi idioma, a pesar de haber nacido en Turín. Quizás esto último era lo más natural, dado el cargo que representó. Y, como para que no se interrumpiera el diálogo que acabábamos de empezar, no se me ocurrió otra cosa que preguntarle que cómo era que hubiese terminado en Miranda de Ebro.

    —Don Juan de Urbina fue capitán de las mesnadas que sirvieron a mi bisabuelo, el emperador Carlos. Nada mejor para buscar amparo que el palacio de la estirpe de un muy leal servidor de mi linaje.

Ese fue el modo en el que rompimos el abismo de siglos que nos separaba. A partir de ahí, todo fue más sencillo. Cada vez que trabajaba en el lienzo lo hacía con lentitud, para prolongar su compañía todo lo posible, sin saltarme el plazo que me había dado la casa de subastas. Y, aunque conocía su historia, no me pareció que hubiese nada mejor de lo que hablar que preguntar por su vida, y oírla de su propia boca.

    —Fue mi primo, Felipe el Cuarto, quien me obligó a ir a Lisboa. Y él quien me desasistió cuando era contrariedad, y no favor a sus intereses, que yo siguiera en Portugal.

Y, con un deje de amargura, siguió con su relato.

    —Me permitieron salir sin daño en una carroza, privándome de séquito, y haciéndome atravesar con poco ropaje las frías estepas castellanas. Aunque no sé qué puede producir más daño, si el frío, o el trato indigno a quien, por sangre, tiene derecho a un protocolo augusto. Me sentí confortada cuando, desde lejos, divisé la iglesia de Santa María y el castillo. Luego, al atravesar la muralla, aunque las calles empedradas hacían saltar la carroza, y aunque no conociera el carácter de los mirandeses, me sentí amparada.

Aprendí mucho de ella simplemente dejándola hablar. Y dando pie con mis comentarios a que saltara de un pensamiento a otro.  

    —En Miranda de Ebro encontré la quietud de alma que nunca tuve. Lo supe porque cuando hacía mis paseos desde la iglesia de san Juan Bautista en Aquende, hasta la del Espíritu Santo en Allende, no tenía prisa en llegar. Me complacía en callejear sin el apremio de tener que despachar con una persona principal, y sin miedo de que alguna de ellas me hiciese traición.

Lo entendí perfectamente porque era algo parecido a lo que me pasaba a mí estando con ella. Mientras conversábamos, me entretenía en asuntos intrascendentes como rehilar las hebras sueltas de los bordes del lienzo, o recuperar el marco original que seguramente luego Sotheby’s despreciaría. Todo para que no se terminara el tiempo que compartíamos.

    —Subir por el cerro hasta el castillo, y contemplar desde ahí las techumbres de las casas, elevaba mi ánimo —contaba con ojos risueños. Como si estuviera viendo la ciudad en ese mismo momento—. Y gocé del disfrute de entregar mi tiempo a perderlo en la bulla del mercado.

Y seguía, pasando de sus relatos de la ciudad que la acogió, a los paisajes que hablaban de sus sentimientos.

    —Me casaron con Francisco de Gonzaga a quien no conocía. Un hombre morugo y poco apuesto. Y al que le costaba yacer con una hembra —confesó con tristeza.

Un día, como para animarla, acerqué mi mano y me atreví a tocar con mimo su pelo. Las hebras de su cabello rizado se desenredaban con delicadeza entre mis dedos, y la señora condesa me correspondía dejando caer sus párpados lentamente. Como si fuese un cachorro agradecido por mis caricias. La vi especialmente triste y traté de consolarla.

    —Tenéis que sentiros satisfecha, señora. Sois un personaje ilustre y figuráis en los libros de Historia.

    —Más me hubiese valido tener contento que nombradía. Me pasé muchas horas asomada a los ventanales del palacio de los Urbina. Contemplando con melancolía la neblina pegada a las aguas del Ebro enredarse con la torre del puente.

No supe cómo replicar, porque, en el fondo, estaba de acuerdo con el mensaje que me transmitía.

    —No es estar en los libros lo que me enorgullece. Sino haber hecho felices a los niños de Miranda de Ebro —siguió.

Callé porque no sabía a qué se estaba refiriendo. Y opté por lo más prudente, dejar que siguiera hablando.

    —Siendo muy joven, Milano Casatti, un joven matemático italiano me enseñó a hacer pompas de jabón. Para él era un experimento acerca de la naturaleza de las esferas, pero a mí me divertía ver cómo salían volando, y luego hacerlas explotar. Esas vejigas de aire ha sido lo que más regocijo me ha producido en la vida. Ver a los niños cómo las soplaban en la plaza del rey, y luego las perseguían para romperlas.

Me apenó escuchar que la mayor alegría de alguien que se había movido entre el lujo, hubiesen sido unos frágiles globos que estallan cuando intentas atraparlos.

    —Cuando llegué a Miranda de Ebro, convertí las pompas en un juego para las crianças —continuó con orgullo—. Mandé contar el número de niños que vivían en toda la ciudad, y ordené fabricar tubos de arcilla huecos para que ninguno se quedara sin ellos, y todos pudieran inflar sus propios globos de aire.

Y, después de contarme ese suceso, calló. Recordé que criança en portugués significa niño, y respeté su silencio con mi trabajo distante. Limpiando pinceles, pasando disolventes de un frasco a otro. Qué sé yo. Pero mirando de refilón a su rostro. Y al fondo de sus ojos. Y al fondo de los pensamientos que seguramente se agitaban tras ellos. Margarita de Saboya, nieta de Felipe II, duquesa de Mantua y de Montferrat, y virreina de Portugal, asomada a la balconada del Palacio de los Urbina. Observando cómo los niños de Miranda de Ebro, entre risas, jugueteaban en la plaza soplando unos tubos de arcilla y haciendo volar burbujas de jabón.

 


Autor del texto:
Jose Ignacio Tamayo, licenciado en Biología y ya de adulto de Geografía e Historia, profesor de instituto ya jubilado y que a parte de ser un gran andarín, le gusta escribir relatos breves. Y no es broma. Lleva ganados casi 20 concursos de relatos por toda la geografía española. 


Autora de la imagen:
Paula Pérez Cuartango, pachana, mirandesa y arquitecta. Movida por la vinculación de su familia con el Centro Histórico, actualmente se encarga de la oficina técnica de la Asociación Renacimiento junto a otros proyectos.

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