- MIRADAS AL FUTURO -
"Microrrelatos del Renacimiento: episodio XII"
MIRADAS DE AGUA Y CRISTAL
El río se desliza majestuoso y confiado a su paso por la ciudad, sobrado de caudal después de un inesperado otoño de lluvias persistentes. Las aguas arrastran reflejos dorados, hojas de los álamos que crecen orilla arriba y que brillan tenuemente en una mañana nebulosa a punto de resquebrajarse. Por las riberas, corredores con ropas fosforescentes mezclan su resuello con las gotas de humedad que ascienden a los cielos. Con la coleta al viento, dos difuminadas remeras —a bordo de un kayak— desafían con paladas rítmicas y denodadas el ímpetu de la corriente.
Una mujer tranquila y en pijama, seguramente ya jubilada, está asomada al balcón de un bloque de apartamentos que parece amarrado a un muelle del río, en el remozado barrio de Aquende. La construcción ha sido levantada sobre un solar vacío de la calle los Hornos y sobre los huecos dejados por varias casas contiguas, primero abandonadas por sus moradores y después arruinadas por el olvido y la intemperie. El edificio es de tres alturas y escalonado, en forma de pirámide aterrazada, con una fachada refulgente y con enormes ventanales, con la piel de metal y cristal. No tiene tejado. La azotea está salpicada de pequeños volúmenes, de distintos tamaños, que se asemejan a chimeneas de barco. En los bajos del edificio se cobija un amplio y diáfano aparcamiento de bicicletas. Los vecinos son en su mayoría jóvenes: de profesiones emergentes, emprendedores, funcionarios, obreros… Visionarios y nostálgicos, personas que han decidido colaborar en la revitalización de la Parte Vieja de una ciudad que les habita desde la infancia en las entrañas de su identidad. ¿Cómo puede sobrevivir una urbe si tiene el corazón agotado, si no le llega a las raíces el flujo de la sangre lozana?
La mujer impasible y desmaquillada fuma un cigarrillo, y las volutas de humo se funden con la neblina. Al fondo, aunque la opacidad del ambiente matutino impide apreciar los efluvios, la vieja azucarera —como cada temporada por estas fechas— eleva inmisericorde sus vapores malolientes a la atmósfera.
La mujer serena y de ojos profundos mira a su alrededor, y sonríe. Está satisfecha por el cambio que ha conseguido en el urbanismo de una ciudad que le daba —de un modo inconcebible— la espalda a su río, que había relegado su Casco Histórico a un injusto desamparo.
La mujer parsimoniosa y con melena entrecana se acerca a la vista una postal histórica, y niega con la cabeza. Se lamenta de que hayan desaparecido las casas con galerías blancas y colgantes que estaban enfrente, en la margen de Allende.
La mujer apacible y madura da la vuelta a la tarjeta, y lee las palabras escritas —con letra menuda y apurando los márgenes— por su bisabuelo, rescatadas de un polvoriento arcón repleto de planos, cartas y fotografías:
- <<Huérmeces, 18 de marzo de 1938
Querido Antonio Palacios:
Ahora que entretengo los días repasando mi modesta trayectoria profesional (nada comparable con tu magna obra, que conste), te confieso que tengo una espina clavada en mi faceta de arquitecto. Considero que debo una reparación a la localidad de Miranda de Ebro, donde diseñé su ensanche para permitir la expansión urbanística de la ciudad. No me arrepiento de haber programado el crecimiento hacia su bella estación de ferrocarril, no, ya que sigo pensando que fue la mejor solución, ni de trazar sus calles y manzanas al modo ortogonal que planteó Ildefonso Cerdá en Barcelona, tampoco. Pero otra cuestión es haber derribado lo que quedaba de las puertas y murallas del Casco Medieval, no haberme planteado siquiera la necesidad de una intervención menos destructiva para conectar el urbanismo antiguo con el moderno, para respetar las etapas arquitectónicas de la ciudad a lo largo de su historia.
En fin, este desconsuelo ya no tiene remedio, pero sí veo aún posibilidades de integrar el río Ebro (que no pasa estrecho por la ciudad, también te lo digo) con el entramado urbano y, por ende, con la vida cotidiana de los mirandeses. Yo ya estoy viejo y cansado y, por desgracia, ninguno de mis hijos se ha dedicado a la arquitectura. Con esta queja (o aspiración incumplida), estimado Antonio, no trato de insinuar que intervengas en el asunto, en absoluto. En medio de esta guerra que nos tiene inactivos y atrapados, simplemente descargo en tu amistad una doliente resignación que ha invadido mi pensamiento (y mi corazón) al revisar mis viejos papeles.
Queda tuyo afectísimo,
Federico Keller Mezquíriz.>>
La mujer imperturbable y avezada muestra unos ojos húmedos, y el río la mira sin comprender. No es tristeza, es la alegría de una arquitecta por saldar la asignatura pendiente de otro colega. Es el gozo de responder a la llamada de la sangre. Es la satisfacción de poder cumplir —justo un siglo después— los deseos manuscritos de un ilustre antepasado. Palabras perdidas en la niebla, sueños sepultados en el barro: la tarjeta postal nunca fue remitida a su destinatario.
La mujer ingrávida y sensible suelta las manos de la barandilla, y se gira. Y su sombra vuela rauda y oblicua hacia el interior del apartamento. Hace solo un momento que el sol ha asomado con timidez. En la lámina plateada del agua ya no se dibuja una silueta humana con melena. Sobre los rizos sedosos del río únicamente tiemblan los perfiles del moderno edificio varado en la orilla.
Autor del texto:
Eduardo Rojo Díez, es licenciado en Periodismo y Filología Hispánica y en la actualidad desempeña su labor profesional en RNE en Vitoria.